
Lo hemos deseado tantas veces que ya no sé si aún sea factible...
tú, irritada me miras desde tu lado de la sala
mientras yo me atormento,
te miro sin que me importes
y me siento con el viejo cuaderno sobre la mesa
redactando los malditos versos que
se me han quedado a medias una vez más.
Con enojo me preguntas sobre algo que escribí,
y más que una pregunta, lo tomas por certeza...
contengo mis ganas de intentar devolverte un estoque
y entre mi callada cólera solo encajo letras logrando
una explicación insípida...
una que ya no te concierne, pienso.
Sigues aquí...y sé que algún día deberemos hablar de todo esto,
y me odio al saber que siempre he sido mejor con las letras
que con las palabras...
me odio al saber que la ventaja está a tu favor...
me odio al pensar en aquella discusión casi previsible,
me odio por saber que terminará mal;
no por ti,
no por mí,
sino por saber que en realidad me he quedado con todas
las palabras a flor de labios.
Miro de reojo...
y finalmente mi vista se fija en el suelo,
como suelo hacerlo siempre.
Te escucho;
estás molesta,
alzas la voz,
me llamas por mi nombre de pila
y me inquieres por no sé qué,
¿porqué no estuve?
¿porqué dije aquello?
¿porqué no hice esto otro?
¿porqué...?
Y entonces te apresuras a decir mil cosas en solo minutos,
creyendo que yo también diría eso y lista para el:
“tú tampoco”...
Pero no.
Te miro y quisiera decirlo...
No, en realidad no sé porqué no estuve,
porqué lo dije o porqué no hice aquello,
pero sé que yo no puedo culparte de lo mismo,
simplemente porque no lo necesitaba,
porque dejaste de ser imprescindible hace mucho,
porque en realidad me cerré a todos
y ya no me importó.
Porque no lo necesité, simplemente.
Y la discusión se ha tornado un monólogo...
te veo hacer gestos con las manos,
alzar cada vez más la voz...
entonces sé que vienen las lágrimas.
Sigo oyéndote...
y no comprendo tu esfuerzo,
si sabemos que se acabó,
si sabemos que no hay segundas oportunidades,
si sabemos que está muerto,
si sabemos que la suerte ya está echada,
y que la hemos forjado nosotros mismos.
tú, irritada me miras desde tu lado de la sala
mientras yo me atormento,
te miro sin que me importes
y me siento con el viejo cuaderno sobre la mesa
redactando los malditos versos que
se me han quedado a medias una vez más.
Con enojo me preguntas sobre algo que escribí,
y más que una pregunta, lo tomas por certeza...
contengo mis ganas de intentar devolverte un estoque
y entre mi callada cólera solo encajo letras logrando
una explicación insípida...
una que ya no te concierne, pienso.
Sigues aquí...y sé que algún día deberemos hablar de todo esto,
y me odio al saber que siempre he sido mejor con las letras
que con las palabras...
me odio al saber que la ventaja está a tu favor...
me odio al pensar en aquella discusión casi previsible,
me odio por saber que terminará mal;
no por ti,
no por mí,
sino por saber que en realidad me he quedado con todas
las palabras a flor de labios.
Miro de reojo...
y finalmente mi vista se fija en el suelo,
como suelo hacerlo siempre.
Te escucho;
estás molesta,
alzas la voz,
me llamas por mi nombre de pila
y me inquieres por no sé qué,
¿porqué no estuve?
¿porqué dije aquello?
¿porqué no hice esto otro?
¿porqué...?
Y entonces te apresuras a decir mil cosas en solo minutos,
creyendo que yo también diría eso y lista para el:
“tú tampoco”...
Pero no.
Te miro y quisiera decirlo...
No, en realidad no sé porqué no estuve,
porqué lo dije o porqué no hice aquello,
pero sé que yo no puedo culparte de lo mismo,
simplemente porque no lo necesitaba,
porque dejaste de ser imprescindible hace mucho,
porque en realidad me cerré a todos
y ya no me importó.
Porque no lo necesité, simplemente.
Y la discusión se ha tornado un monólogo...
te veo hacer gestos con las manos,
alzar cada vez más la voz...
entonces sé que vienen las lágrimas.
Sigo oyéndote...
y no comprendo tu esfuerzo,
si sabemos que se acabó,
si sabemos que no hay segundas oportunidades,
si sabemos que está muerto,
si sabemos que la suerte ya está echada,
y que la hemos forjado nosotros mismos.
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