
Recordaba muy bien la última vez que dijo “para siempre”.
Habían pasado ya infinitos segundos, millones de horas, miles de días y muchos más siglos de los que alguien pueda contar...él recordaba muy bien.
Cada atardecer la encontraba cerca de las viejas ruinas, y entonces le susurraba algo al oído, cuando las palabras aún no eran palabras, en su extraña y primitiva forma le decía lo que todos hemos dicho o diremos alguna vez: “te amo”.
Sobrevivieron así a los años, viendo como el tiempo pasaba por todos...para todos; todos excepto ellos. Y mil veces se citaron “en donde siempre”, y así asistieron sin darse cuenta, al cambio de eras y generaciones, y ambos tan impávidos como si no les importase. Y así, ese lugar tuvo un nombre, y así sus sentimientos tuvieron una denominación.
Horas completas se le iban sentados allí, bajo la estatua de un ángel de triste semblante situado en alguno de los tantos monumentos de Les Innocents. Él la sintió reclinarse sobre su pecho; esa fue la primera vez que lo dijo: “te amaré para siempre”.
Aquella noche él miró sus ojos...ambos estaban algo cambiados. Ella se veía algo cabizbaja, una sonrisa triste y débil se dibujó en sus labios rojos, iluminando su pálido rostro. Él la abrazó contra su pecho y le repitió la misma frase de días y horas pasadas “te amaré por siempre”.
Se quedaron enfrascados en una larga y monótona conversación. Al día siguiente, ninguno de los dos volvió, ni el día después de ese, ni la semana próxima, ni nunca más.
La eternidad de aquel “por siempre” estaba condicionada.
Habían pasado ya infinitos segundos, millones de horas, miles de días y muchos más siglos de los que alguien pueda contar...él recordaba muy bien.
Cada atardecer la encontraba cerca de las viejas ruinas, y entonces le susurraba algo al oído, cuando las palabras aún no eran palabras, en su extraña y primitiva forma le decía lo que todos hemos dicho o diremos alguna vez: “te amo”.
Sobrevivieron así a los años, viendo como el tiempo pasaba por todos...para todos; todos excepto ellos. Y mil veces se citaron “en donde siempre”, y así asistieron sin darse cuenta, al cambio de eras y generaciones, y ambos tan impávidos como si no les importase. Y así, ese lugar tuvo un nombre, y así sus sentimientos tuvieron una denominación.
Horas completas se le iban sentados allí, bajo la estatua de un ángel de triste semblante situado en alguno de los tantos monumentos de Les Innocents. Él la sintió reclinarse sobre su pecho; esa fue la primera vez que lo dijo: “te amaré para siempre”.
Aquella noche él miró sus ojos...ambos estaban algo cambiados. Ella se veía algo cabizbaja, una sonrisa triste y débil se dibujó en sus labios rojos, iluminando su pálido rostro. Él la abrazó contra su pecho y le repitió la misma frase de días y horas pasadas “te amaré por siempre”.
Se quedaron enfrascados en una larga y monótona conversación. Al día siguiente, ninguno de los dos volvió, ni el día después de ese, ni la semana próxima, ni nunca más.
La eternidad de aquel “por siempre” estaba condicionada.
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