domingo, 21 de junio de 2009

Mia eoniotita ke mia mera


Los cristales se deslizaron dulcemente
al contacto con aquellos pálidos y largos dedos,
como si comprendieran
como si le diesen la bienvenida a
aquel mítico personaje,
como si quisiesen ser los cómplices
de aquella maravillosa fantasía romántica.

Ella estaba tendida sobre el lecho,
con aquella magnífica cabellera rojiza
como el elixir que él tanto deseaba,
como el color de aquella vida nostálgica,
trágica,
violenta…
ilusoria,
transitoria,
seductora…destructora.

Se reclinó con suavidad sobre ella,
aspiró su cálido aliento un segundo…
sabiendo que la bella no dormía,
deseando con toda su alma que así fuese.
Con suavidad la tomó entre sus brazos,
como los antiguos amantes de la trágica Verona
miráronse sus ojos
y comprendieron que la noche siempre sería eterna.

La dama lo rodeó con sus brazos,
y él le besó la mejilla
susurrándole versos al oído.
Ante el balcón se vieron…
la luna en lo alto,
las nubes a su lado…
y luego de último respiro;
la Ciudad Luz los recibía abrazados en un hondo suspiro.


“…envió su alma en busca de la suya, y él acudía. Sus besos quemaban de nuevo su boca. Sus párpados estaban templados por su aliento…”
(“El retrato de Dorian Gray”, Óscar Wilde)



(*Mia eoniotita ke mia mera: La eternidad y un día)

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